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  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 22 feb
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 2 mar

He escrito de casi todos los sentimientos que he sentido.


He escrito de amor, dolor, duelos, muerte, traición, tristeza, felicidad, magia, he escrito de todo y de todos, menos de mi padre, he escrito todo menos del terror.


Y seguiré sin atreverme a escribir del terror, porque ese que me hizo sentirlo, también fue el mismo que me llevó todos los días al colegio con la música que yo quería a todo volumen, fue el que me enseñó a ser aventurera y a trabajar con pasión. 


Fue el que me mostró que se puede ser artista y todo lo que quieras, él, el pianista de una sola mano que llenó con su música salas de concierto con las que conquistó a mi madre. 

Y con la que me hicieron hija de la música, pero de una que se abandonó y se ahogó en su mente padecida. 


Tal vez por eso yo no pude ser pianista y después me fui enamorando de músicos de los que no salían notas de amor.  Por esta pelea atorada que carga mi familia con la música.


Fue él el que me dijo que lo más bonito que podía tener el ser humano es la libertad, aunque después me la quitó. 


Y fue ahí donde sentí terror, atada de manos, con baldes de agua fría que me golpeaban tan duro como sus palabras, con el calor de su coraje y de la lámpara que me apuntaba como en interrogatorio de algún crimen. Mi crimen, ser libre como él me lo enseñó. 


Con más piel morada que natural en el cuerpo lo único que se me rompió fue una parte de mi cerebro y no por las decenas de golpes que me dio en la cabeza. 


Se rompió porque la misma persona que un día me despertó en la madrugada para llevarme a pasear por la ciudad toda la noche para conocer la nieve que caía, y la que me bajó las estrellas pegándolas en el techo de mi cuarto, fue la que me llevó a una casa que no era la mía y no me dejó salir de ahí completa. 


Me quitó mi libertad, y me quitó al hombre que llegó un día con la cajuela llena de latas y refrescos y nos llevó a vivir en el campo de la huasteca por dos semanas, escalando montañas y bañándonos en ríos turquesa. Cerrando todos los días con una fogata. 


Él me enseñó a conectar con las personas y a tomar mi primer café y el más rico que he probado en mi vida, en una lancha al amanecer de unas cascadas. 


Crecí con una violencia no diagnosticada de mi padre, recibiendo golpes de quien me debía cuidar del dolor, al mismo tiempo que me convertía en una mujer poderosa, dándome permiso para andar en cuatrimoto por el rancho a los seis años, y diciéndome que a veces era más importante jugar que hacer la tarea, creando en mí esa irreverencia que me hacer la Somófora que soy. 


Tenía la duda si había intentado amarme, intentado amarnos. 

Confirme que sí, cuando entendí porque hace unos años se alejó. 


Si algún día se acercara, sólo le diría una cosa:


Vive como esa canción que tocabas, a tu manera, y con lo más bonito que puedes llegar a tener, tu libertad. 


Intenta curarte con el arte, cúrate con la música, que yo lo seguiré haciendo con mi pluma y con la cámara que tú me enseñaste a usar. 

Haz sonar el piano con “ojos españoles” yo te escucharé de lejos, siempre de lejos.




 
 
 
  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 14 ene
  • 3 Min. de lectura

Catorce de enero del 2025


El no ser la persona especial de alguien me ha mandado al doctor de los locos y los tristes, ayer a un día de tu cumpleaños, tuve esa tristeza que casi me manda de nuevo a ese lugar.


Pero en una plática de esas que el universo nos trampea poniéndolas como “casuales” mi hermana me hizo saber que yo fui tu persona especial. 


Curiosa de cómo lo había descifrado y en fanática de las palabras buscando explicaciones digeridas , le pregunté qué era lo qué me decías para que se notara que era tu favorita. Pero me dijo que no hacían falta las las palabras (tal vez ella no supo de las que pronunciaste antes de morir, donde ya sin tiempo para suposiciones me dijiste en lo último que te escuché “mi chaparrita la más fiel” a lo que con mi adicción a las risas y el nerviosismo de ser la última vez que te escucharía  te contesté: "¿fiel como perro?" , respondiste “no” y querías decir más y como ya no hubo fuerza las palabras se salieron por el azul de tu mirada y lo entendimos todo, todo lo que sentíamos y lo que había en medio de nosotras. 


Ayer mi hermana intentó explicar con palabras eso no que no vivimos con ellas, le costaba explicar eso que se guardó durante la década que que no hablamos. 

Logró decirme que cuando yo llegaba a tu casa el aire que respirabas cambiaba, que se dibujaba una sonrisa en tus labios y que la voz que salía de ellos tomaba otro tono y volumen. Que tu mirada se “encapotaba” cada que yo cruzaba la puerta del postigo.


Quería (necesitaba) saber más de tu amor por mí y seguí preguntando.

Me contó que me cargabas en tus piernas y yo dije, bueno, a todos nos cargó así de bebés porque de pie no podía por las cirugías en sus rodillas, y me sorprendió contándome que a mí no me dejaste de cargar pronto, calculó  mi edad con el recuerdo de lo que había en mi cara “Recuerdo que tenías dientes, lo sé porque te recuerdo sonriendo” 


Ahí supe que la memoria relatada por mi hermana era verdadera y no una de esas que se fabrica la mente con los años y el anhelo de las cosas que hubieran pasado y no pasaron. 


Como esa que me dibujé en mi mente de tu mano entregándome en el altar el día de mi boda, o la de volver a tu cocina y estar aprendiendo a preparar los frijoles como tú. 

Poniendo mucha atención a la fababada que hacías. 


Conocí a alguien que es de Brasil y me contó que ese es el platillo típico de por allá. 

Me gustaría decirle que puedo cocinar ese plato tan rico como lo hacía mi abuela, que aunque era mexicana de Calvillo podía hacer magia en cualquier cocina del mundo. 


Pero no aprendí a cocinar fabada ni ninguna de tus recetas. 

No me enseñaste a cocinar,

pero me enseñaste a querer. 


Y si el paulista supiera como querías, no haría falta que supiera hacer fabada para conquistarlo. 


Igual no quiero intentar hacer la fababada. 


Yo ya fui la persona especial de alguien, de ti. Y saber eso evitará que regrese al doctor de la tristeza. 


Que oportuno que lo supe ayer, así me dio el tiempo preciso para ser feliz hoy, en tu  cumpleaños y celebrar. 


¿Será de locos festejar el cumpleaños de alguien que su cuerpo ya murió? 


Pues que me manden al doctor y esta vez por la Lo Cura y no por la tristeza.

Pero que me manden después de que hagamos tu fiesta hoy. 


Porque ya no tengo vergüenza de decir que estás conmigo, que me visitas y de que estoy segura que lees las cartas que te escribo. Que sigues siendo mi persona favorita, mi amor bonito. 


Te voy a prender una vela, pero hoy será lejos de tu altar, la pondré sobre la mesa y conseguiré un pastel con guayaba para que te recuerde a tu Calvillo, a tu presa de los Serna y celebraremos, porque para mí hoy cumples un año más cuidándome, queriéndome y enseñándome a querer.


Feliz cumpleaños Dolores. 


Tu chaparrita.




 
 
 
  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 24 dic 2024
  • 2 Min. de lectura

Me quitaste todo 

Me sacaste el piso 

Me arrancaste el futuro 

Me borraste el pasado 

Me di cuenta en un renglón leído que estuve 195 días flotando en lo que creía pasos firmes hacía un futuro juntos. 

Convertiste en fantasía todo lo que creí haber vivido.

 

Cambiaste las manos que me daban calor por las que tocan a alguien más y dejaron de ser las que yo deseaba, las que quería tener sobre mi cuerpo. 


¿Cuál era tu vida? 

La de las mañanas de pieles juntas y besos de buenos días ¿o la de tus noches fuera?

En las que llevaste a esos bares al hombre que más quería para evaporarlo en aire que se llevó las notas de las canciones que les cantaste a otras. 


Te hiciste irreconocible, me cambiaste la persona que más amaba por alguien nuevo y

dejaste de ser herida para ser cicatriz, porque es imposible amar a un desconocido. 

 

Te engañaste pretendiendo querer estar conmigo.

Porque el engaño no es esconder que intimas con otra persona, el engaño es venir a cambiar las sábanas de mi cama por tu piel y pegado a mí contarme una historia sin final. 


El engaño fue ocupar un lado de mi camino y hacerme creer que íbamos hacia el mismo lugar. El engaño no fue no quererme, fue no saber hacerlo, fue meterme a un espacio sin lugar, en una lluvia sin techo por cubrir a alguien más. 

 

En esos días días flotando en la mentira venía la sensación de la realidad  y me jalaba a la tierra, pero los vientos de tus mejores actuaciones, la venda de lo que creía amor y el deseo me elevaban en mi caprichoso devaneo de mi amor al amor. 


Mi comprometida ensoñación me llevó a donde mis deseos de las 11:11 se lo suplicaron

“Que no me engañe, que no me engañe” repetía al reloj cada que la hora marcaba números iguales, porque en el fondo ya sabía que en el tiempo que habían recorrido las manecillas al reloj tú habías recorrido las pieles de otros cuerpos. 


Tu poca ternura sostenía la fantasía que me había construido y como vengo del semidesierto, donde la vida sigue con una lluvia al año, recibí esas pocas gotas de cariño y las pululé en el amor que necesitaba en ese momento, el más complicado de mi vida y en el futuro onírico de la quimera de nuestro enlace. Quimera que no se puede sostener con los ojos abiertos, ni a las 11:11 ni a las 4:20, ni en ningún tiempo que sea en el presente en el que he decidido vivir.




 
 
 
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