Hace un par de semanas cumplí ocho años viviendo, o mejor dicho sobreviviendo en esta ciudad, la gran ciudad. La que como bien me dijo la periodista Carol Solís que la ama pero le huye “su ciudad les quiere matar” entre risas un tanto nerviosas se asomaban frases como “Los temblores les quieren matar, la contaminación les quiere matar, la delincuencia les quiere matar, las alcantarillas les quieren matar” y unas cuantas más amenazas de muerte que mencionó.
Con mi 56 aniversario en la ciudad, porque acá se vive tanto que la cuenta se saca en años perro, me llegó la nostalgia de recordar el camino que he recorrido desde que anhelaba vivir con esta monstrua, por que no se vive en ella, tiene tanta vida, que se sobrevive con ella.
Cuando le revelé a mi familia el destino de mi mudanza mi mamá pegó el grito en el cielo rojo de mi tranquila Aguascalientes, pues le daba mucho miedo que yo estuviera en esa ciudad en la que todo lo malo pasaba, esa que solo veíamos a las dos de la tarde por la pantalla que contaba los peligros que la tenían acorralada.
A mi también me daba miedo, pero no podía mostrarlo ni a mi misma, porque Dolores ya me había guiado en sueños a la puerta de la casa, y después de pasar el zaguán, supe que ella me decía que emprendiera mi vuelo con todo y miedo.
Así que hice mi maleta, con poca ropa y muchos miedos, algunos internos como el de fracasar y tener que volver y también los miedos externos, los de la calle, los que la pantalla chica y la postverdad que caminó casi 500 km hasta la puerta del zaguán me habían implantado.
Ahora yo era uno de los personajes de la historia que nos contaban a los que vivimos lejos de la capital , viviendo en medio de la amenaza.
El miedo se convirtió en la conciencia de mi andar, cuidándome en todo momento del peligro que traía encajado y que no me dejaba sacar mi cámara para capturar las interminables historias que esta ciudad quiere contar.
Aquí hay varias realidades, algunas oscuras y otras (muchas) virtuosas, estas últimas menos expuestas, como la de que es un pueblo milenario lleno de cultura con raíces tan fuertes que se plantaron en medio del agua y que sostienen un pueblo que no se cae por más que lo sacudan.
Un pueblo en el que está sembrado el barrio más temido del país: Tepito, Tepito el bravo.
El Tepito de los tepiteños y el de todos los que bajemos en la línea verde, porque te da la bienvenida aunque no seas de ahí. El de los precios bara bara, el que está trenzado con fuerza por manos de mujeres trabajadoras, inteligentes y fuertes que son siete veces siete cabronas.
El hermoso barrio de Tepito. Unido, colorido, seguro, valiente, creativo, ordenado, sororo, compartido, incluyente, creyente, fiel, Tepito el BARRIO. Tepito el que se abre y se deja retratar el alma.
Tepito el que me invitó a sus calles y su cultura, y no, no me asaltaron, regresé llena de todo lo que me regaló y con todas las ganas de regresar a él.
Ganas de romatizarlo no me faltan con lo que he vivido ahí, pero una de sus realidades es la de la muerte y no santa que pasea por sus calles.
Mientras comía los mejores tacos de cochinita que tres generaciones han cocinado durante décadas, el canillita de la cuadra gritaba el encabezado nacional de esa mañana ¡Matan a balazos a los dueños de las licuachelas!
Todo el país sabía de la noticia , pero lo que ese día no supo la gente es que en las calles de Tepito a pesar de la violencia la vida sigue, porque si el barrio no sigue, no come. Y mientras todos afuera hablaban de la muerte en Tepito, ahí dentro la vida seguía andando a pie, en moto, en bici y a rodillas en mandas.
La vida acompañada de la Santa Muerte.
Caí en un primero de mes, día en que Doña Queta una de las siete cabronas espera a los fieles para rezar el rosario en su altar a la flaquita.
La calle se desborda en creyentes que llevan a su compañera, muy guapa la ponen para la visita, con vestidos brillantes, collares, peinados especiales, cada quien la arregla con su estilo y su cariño.
Le rezan, le llevan ofrendas, le echan porras “¡Se ve, se siente, la Santa está presente! ¡Uh uh uh!”. La llevan para celebrarla y pagarle la compañía que les da en sus casa y en su piel, la llevan para agradecer que les cuida las espaldas.
La Santa es una muerte que le da sentido a muchas vidas. Como la de Yu a quien su madre la desechó a la vida y la flaquita la adoptó el día que ella quería interrumpir su embarazo, apareciéndose en el hospital le vino a contar que la vida puede ser bonita, justo cuando Yu sentía que en la vida no había nada, ni tristeza. Ahora ella pone guapa a su Santa con cabello que corta a niñas pequeñas que llegan a su estética.
O como Soledad, la Santa Muerte de Carlos que le llegó en sueños para no caer en el vicio, él ya no le hace a nada, lo controla gracias a ella y ahora que cumpla un año sin tomar ni drogarse se echará dos tequilitas con ella, solo dos y solo con ella.
La calle de alfarería cuenta su dolor y como sale de él para disfrutar cada instante de la vida.
Percibí que los fieles tienen una convivencia muy sana con la muerte, que es lo único certero que tenemos todos, pero que casi siempre olvidamos y por eso dejamos de vivir.
Gracias Tepito porque con todo y tu fama de mortandad me hiciste sentir más viva que nunca entre calaveras, me llevo tus consejos de disfrutar la vida todo lo que se pueda. Nos vemos pronto para que me des más de tu valioso barrio.
Adriana Somófora
Para ver más fotografías ve a ig @somofora
Gracias Estefani Montserrat Reyes por guiarme y compartirme tu seguridad y tu amor al barrio.