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Foto del escritorAdriana Somófora

Actualizado: 31 oct

Otra vez deje pasar mucho tiempo sin escribirte, pero sabes que hablamos casi a diario en los pensamientos y en la piel.


No te había escrito porque estuve llorando y esta vez no era de nostalgia, era un llanto feo, de esos que me llegan cuando el alma se me desubica, y no te quería preocupar.

Ahora más tranquila te explico las razones de mi llanto, porque seguro el azul de tus ojos lo vieron aunque no se los conté.


El ojos de Laguna se fue, y al sentir el lado de su cama vacío recordé el día en el que te fuiste. Cuando la casona se quedó vacía y más grade que nunca. Cuando el miedo a los espíritus del segundo patio se convirtió en deseo de que llegara el tuyo.


Los sonidos de ese día están envueltos en mi como si mi cabeza fuera un campana que hace que retumben dentro cuando los recuerdo.


El primero que resuena, es el sonido de los delfines que te puse en mi computadora, justo cuando los estaba buscando desde la cama que queda más lejos a la tuya, tú me estabas mirando, tranquila, fijamente, creo que querías que me acercara a la cama, se acercó mi tía a darte la medicina y ahí llegó el segundo sonido que recuerdo, tu último suspiro, el que el alma canta al salir del cuerpo, ese que llaman el escorbuto de la muerte. Y vi como ese cuerpo que nos abrazo con tanto amor se convirtió en menos de un segundo en un cascarón.


Corrí a la cocina y el tercer sonido que recuerdo estaba en el calor de la estufa, los chilaquiles rojos, como los que me preparabas los domingos estaban siendo freidos por mi tía Angélica, le dije que viniera a la recámara, no se que vio en mis ojos pero se apresuró tanto que dejó la llama encendida.


Llegamos a tu cama y el cuarto mágico sonido llegó con el viento que corría desde la iglesia de la merced, a la que íbamos los domingos y en la que ahora está el recuerdo de tu cuerpo. Eran las campanas del ángelus, pero esta vez sonaron con una melodia que te recibía en el cielo, creía que mi imaginación había compuesto esa tonada , pero después mis tías me contaron que ellas también lo habían escuchado.


Me quedé poco tiempo a tu lado, tenía que salír a enterar a tus otros hijos. Tomé el teléfono que tantas veces usaste para repartir tu cariño con todos los que tenías en la agenda del cajón y llamé a mi mamá y a mi tío Chuy para darles la noticia.

Volví al cuarto, acaricié tu mano esperando que se me pegaran las pecas o un poco de tu humor para sentirte cerca el resto de mi vida.


Volví a salir, caminé a la cocina y meneé los chilaquiles que ya estaban un poco quemados, seguramente nadie tendría apetito para almorzar, pero estaba muy nerviosa y ocupé mis manos ahí en el sartén para tranquilizar mi mente.


En la mesa estaba mi abuelo, no quise decirle de inmediato.

Regresé una vez más al cuarto, a escuchar el quinto sonido: las platicas de mis tías, el amor hecho voz diciéndote que te fueras tranquila.

Otra vez fui a la cocina, volví a menear los tostados chilaquiles y a decirle al abuelo que habías fallecido, se alteró, se puso de pie y fue a la habitación, donde se contagio de la paz que se sentía en el ambiente, la misma que sintió cuando te llevó el último perdón en la serenata de tu último cumpleaños.


Llegó mi mamá y se unió a la guardia que hacíamos alrededor de tu cama, también traía todo el amor en su voz, todas te repetíamos las gracias que también te dimos en vida, pero sobre todo te guiábamos como pudimos al cielo, en el que seguramente estás, yo te dije que estarías cerca de mí tía Chuya y mi tía te recordó que volverías a ver a tu amado papá.

Tu piel se ponía cada vez más suave y fría, tomé mi rebozo verde porque era tu color favorito y ahora el mío y lo coloqué en tu cara soteniendo la mandíbula, para que no se quedara tu boca abierta y te lastimaran en los servicios funerarios al cerrarla.


Crucé al portón negro de enfrente donde vivía el doctor de la cuadra, vino conmigo y en el mueble de madera del patio firmó el certificado de defunción, no quiso cobrar nada.

Pedimos a la funeraria que regresaran en cuatro horas, porque la tanatóloga nos había dicho que podías escuchar todo ese tiempo después de morir, por eso seguimos contándote cosas bonitas.


Pasaron las cuatro horas y llegaron, era la primera vez que nos separabámos, y creí que era para siempre, aún no descubría que seguiríamos hablando en estas cartas.

Mi tía Lucrecia preparaba tu ropa cuando entraron con la camilla, no soportó ver la escena y se ocultó en las puertas del ropero.

Yo estaba sentada a tu lado, con tu mano entre las mías, tuve que soltarla y sentí que se me iba el alma con la tuya.

Tampoco soporté la escena y agaché la cabeza recargándola en la cama, escuché como abrían las puertas de doble hoja de madera y el recorrido de la camilla por el zaguán, ese pasillo que recorrías a paso lento para abrirme porque siempre olvidaba las llaves a propósito para verte más tiempo, para verte desde que llegaba a la casa.


Creo que nadie los acompañó, nadie podía soportar verte parir de la casa de Allende. Cuando cerraron la puerta y estuve segura de que ya no me escucharas sufrir, ahí vino el último sonido que retumba aún en las paredes de tu cuarto, mi grito de dolor, mi propio escorbuto de la muerte, de la parte de mi alma que se murió ese día.

Con la mirada todavía hacia abajo, incapaz de ver esa casa sin ti, cayeron las lágrimas que en segundos hicieron un charco de agua salada debajo de la cama.


Quizá quisiera olvidar esta colección de sonidos, pero hay uno que no quiero olvidar: tu voz. Por favor en el próximo sueño que me visites, cuéntame algo.


Este año te puse tu mecedora junto al altar, por si te quieres sentar ahí a contarme el cuento de Almendrita o las historias de Calvillo.


Yo te prometo que te mandare sonidos bonitos, como las historias del mundo que estoy recorriendo con mis fotografías y que me escucharás menos de esos llantos feos y más de la felicidad que tu recuerdo me provoca.


Te quiere, tu chaparrita.





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Foto del escritorAdriana Somófora

Actualizado: 31 oct

En los últimos días, Don Jesús Delgadillo, el señor que pareciera derramado del bolígrafo de Juan Rulfo, se pone cada minuto más ligero, aún con esto vive con más peso, pues se siente más la vida cuando se está yendo.


El doctor dio una receta para 7 o 15 días, después de esto ya no quedarían más que los dichos del abuelo en nuestras memorias y una colección de tejanas emplumadas.


Estábamos en el día diez y sonó la muerte cerca de la habitación. Salía de la tele de la cocina, en todos los canales se veía la noticia de la muerte de la reina Isabel II, la tía Rosa, hermana de Don Jesús, quien llevaba un peinado similar al de la reina, veía la pantalla más desconcertada que atenta , mientras el mundo tenía años listo para la operación "Puente de Londres" Rosa no entendía porque la reina había fallecido si se veía tan bien. Le parecía bastante lejano el día del cambio de billetes e himno de Inglaterra, pues Isabel sólo estaba seis años adelante que ella.


Somos de una familia de muchas historias, bastantes que se cuentan en tono de leyendas fantásticas, y un par que son secretos que sólo con el pasar de los años y las necesidades de la cordura se han ido desmenuzando, pues solemos estar mucho tiempo por aquí, en la vida.


Conocí a mi bisabuela muy bien, ella falleció cuando yo ya era adulta, pocos días le faltaban para soplar (porque si podía hacer eso y mucho más) 100 velas en el pastel.


Estamos en septiembre el mes del cumpleaños del abuelo, que hace unos días dijo que festejará en el cielo.


El abuelo padece cáncer si mal no recuerdo (porque las cualidades de la buena memoria se han ido perdiendo de generación en generación) desde hace dos años. Hace unos meses en lo que era el principio del año anunciaban el fin de su vida. Tenía a mi mamá al teléfono dándome la noticia en una llamada rápida y corta porque tenía el apuro de lavar su ropa negra.


No fue necesario ponerse la ropa que ya estaba limpia, ni viajar para la despedida. La siguiente vez que lo vi, fuimos a San Sebastián, su lugar, su corazón, ahí comprobamos que literalmente ese lugar le da vida. Era claro que la tierra que lo vio nacer y que después trabajó durante más décadas de las que la reina Isabel estuvo en su cargo, reconocía que era el niño que había parido Doña Emilia Gaytán en el casco de la Hacienda, y que cada que recorría la brecha para volver le volvía a regalar una fracción de la vida que le dio cuando la cortadora de guayule, aún no llegaba a su segunda década.


Los médicos no encontraban en ningún libro la explicación a porque Don Jesús seguía caminando. No sé si se enteraron que en esta visita al rancho manejó su Ford apodada "La Azulita" una camioneta dura de 1979, aunque las radiografías de los hombros estaban llenas de negro que se interpretaba como dolor, el tuvo la fuerza para recorrer la brecha que se sabe a ojos cerrados.


Jamás encontrarían explicación a esto en en un libro, la razón está en la vida que le vuelve a regalar la tierra que lo vio nacer.


El recinto de su despedida, no está siendo ese lugar de propiedades mágicas, pero él por alguna razón, aunque la familia está preparada para nuestra propia operación "Puente de Londres", se está aferrando a la vida tan fuerte como se aferraba a la silla de montar en el coleadero.

Quizá le falta amansar a alguno de sus casacabeles o quizá ama tanto a la vida como al campo.


Sentimos su cuerpo más frágil que las estatuillas de lladró que colecciona Rosa por toda la casa, tanto que al tocarlo se quiebra hasta la sangre, pero la fuerza de su espíritu es tan resistente como la muralla del casco de la hacienda, que sigue aquí, atrayendo a la vida, galopando en el tiempo preguntando por su mamá, pidiendo que se abran las puertas de los potreros y que se revise el nivel del agua de Juanelo.


En esas llamadas a la vida el otro día gritó "¡Rocío Rocíooooo! ¡Ya esta el caballo ensillado!" así que me monté en su magia y usé al alazán (porque imaginé al Fronterizo, el caballo en el que me enseñó a montar), que ya me tenía listo para galopar hacia su cuidado.


Al llegar vi que la magia nos respondía, a él con un lagarto de esos que solo se encuentran en el semidesierto de Mazapil, en el jardín y a mi con colibrí, como el que atravesó tres puertas para llegar a la cama en la que mi abuela se estaba despidiendo.

Aunque el lagartijo estaba a sus espaldas y no lo vio con los ojos, él sabía que estaba ahí y dijo "Llévense ese animal" por mí lado y el del colibrí, empecé a platicar con el pajarito en el silencio del recuerdo de mi abuela, haciéndole preguntas sobre el camino a la muerte, que ella ya conocía, cuando escuchó nuestra silenciosa conexión voló hacia la ventana, me miró fijamente a los ojos , y tuve todas las respuestas que necesitaba y que Dolores me mandó.


Aunque el abuelo mantiene por horas la fantasía que ha sido su realidad por más de noventa años, ya son más frecuentes los momentos en los que recuerda que su mamá se fue y pide estar con ella en el cielo.


Abuelo: por eso hoy te quiero decir que estés tranquilo, el nudo ya está ensillado para ir al cielo. No temas, vas a un lugar donde no suenan cascabeles. El día que estés listo para agarrar galope, no te miento, las nubes de San Sebastián llorarán como nunca, pero después de eso tu legado reverdecerá y escucharemos tus dichos en en la corriente del arroyo, por siempre agradecidos por el amor al campo que nos enseñaste.


Voy en carretera envuelta en ironía, viajando para documentar el embarazo de Teté. Quiero posponer el llamado para estar con mi familia en el momento en el que nuestro guía se vaya, pero no puedo porque Leonel está a punto de nacer.


Y en esta carretera se hace más presente que nunca, que hasta las reinas caen de su trono, y que todos los días estamos de viaje entre la vida y la muerte.










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Foto del escritorAdriana Somófora

Los reto a borrar un rayón por cada caso de violación juzgado con dignidad para la víctima, laven una letra por cada niña que crezca sin ser violentada nunca en su vida, borren una mancha cuando la cifra de feminicidios baje o desaparezca.


Eso sí sería una verdadera limpieza, la que necesitamos.




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