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Foto del escritorAdriana Somófora

Actualizado: 31 oct

Ellas me enseñaron a amar. Antes creía que el cariño se debía de esparcir tal cual me salía del tálamo. Pero luego supe que, como las plantas, no todos necesitamos los mismos cuidados, el mismo cariño.


Cuando realmente amas a una persona, has de aprender a quererla como lo necesita.

dicen que ahí está el verdadero éxito del querer.


Una vez me disfracé de cactus por casi una década y me la creí, intenté sobrevivir con el poco amor que me tocaba, ese que le sobraba al que me puso en una maceta muy pequeña, ese que no me permitía crecer. A pesar de todo florecí un par de primaveras,pero fue imposible vivir con la mentira por siempre.


Tengo 41 plantas desde hace un año, pero sé de ellas como si hubiéramos vivido treinta años juntas. Una vez le corté un hijito a una de mis favoritas (un “codito” como decía mi abuela cuando quería compartir sus plantas con alguna amiga). Desde ese día se puso cabizbaja, no se recuperaba ni se terminaba de morir, entonces decidí tenerle paciencia porque comprendía lo que sentía. Cuando a mí me hicieron lo mismo, eso de sacarme el hijito, me puse seca y opaca por un largo tiempo, me mantuve con la pura inercia de vivir solo con el sol y la poca agua que me caían por casualidad.


Creo que las plantas y los humanos somos tan similares porque compartimos la misma raíz,

lo natural. Aún así, no trato de humanizarlas, no soy como otros que les hablan, es que no quiero parecer cursi, o quizá es que me siento tan bien con ellas, que no hay silencios incómodos.




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Foto del escritorAdriana Somófora

Actualizado: 31 oct

Alguna vez escuché que la única relación que se acerca a lo eterno y ni siquiera sabemos si llega hasta allá, es la que tenemos con nosotros mismos.


Estoy en la etapa de conocerme y por suerte, al día de hoy me caigo bien.



Llegué a vivir a la calle de Allende y Libertad hace tres décadas, con el nombre de Adriana, pero nací realmente a los tres años, cuando me bauticé como Somófora.


Las mujeres de mi casa, y el silencio del pueblo me prepararon con buenos sentimientos y con algunos sufrimientos heredados que aún cargo.


Mi persona sigue agarrando forma, aunque creo que el fondo ya lo tiene desde que me cargó mi abuela por primera vez.


Nací nostálgica, sensible, artística, rencorosa, llorona, gritona, nací feliz, soñadora, dormilona, comelona, y callada, porque nací sin las palabras suficientes para decir todo lo que llevo dentro.




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Foto del escritorAdriana Somófora

Actualizado: 31 oct

Hoy les voy a contar mi lado más mexicano, porque estamos en septiembre, mes de fiestas paisanas, incluyendo el cumpleaños de mi abuelo, el padre de todo esto.

Empiezo por decirles que en mi familia no llega la cigüeña, en mi familia llegamos y nos vamos a caballo, en la despedida con el animal detrás del ataúd.

Hablamos dos idiomas, el español y el charro, con palabras como estribo, chaparreras, potrero, herrar, espuelas y suadero, donde una cabeza quiere decir una vaca y el fierro dice de quien es la cabeza, hasta los colores cambian, no se dice blanco, negro, o café, aquí se dice tordillo, prieto y alazán.

Este idioma también incluye los dichos como “Qué bonito es lo bonito, lástima que sea tan poquito” o ese que me dice mi abuelo cuando llego de jeans, “Usted de azul y yo a su lado”.

Desde hace casi 200 años sentimos que nuestro lugar en el mundo es la noria o la orilla de Juanelo.

No nos duele comer carne, pero respetamos y cuidamos como pocos a la naturaleza, tanto que ella nos da fuerza a nosotros por casi cien años.

Seguro también duramos porque comemos a mano y del campo, tortillas planchadas, tacos horneados de nata, leche bronca recién traída de la ordeña y agua de lluvia.

Comer así nos tiene contentos, y también hay una cosa en común que nos pone felices a todos, cuando un tanque está lleno y el arroyo corre, otra cosa que corre y hierve es nuestra sangre cuando escuchamos los primeros acordes de un buen mariachi, y aunque no bailamos bien, sentimos mucho la música hasta gritar un !Ay, ay , ay! de tanto gusto.

Eso sí, tenemos enemigos, como las cascabel, pero somos valientes y de un buen golpe en la cabeza se convierten en un cinturón y un nutritivo condimento.

Hay más compañeros buenos que malos, como los carpinteros, los correcaminos, los jabalíes que van formados en familia del más grande al más pequeño, las garrapatas rojas que parecen pequeños cerebros de terciopelo, los burritos, que son escarabajos que cuando los aprietas rebuznan, los sapos que no me gustan, las lechuzas que no dejan dormir pero los grillos que te arrullan. Todos estos con sonidos que te pueden poner al teléfono, para escuchar San Sebastián.

En nuestro Macondo, por las mañanas el alma despierta temprano con aire frío pero puro, después esos atardeceres te calientan con esos rojizos que parece que van a bajar a incendiar las gobernadoras y los mezquites, y en la noche te ilumina con el cielo más estrellado que puede haber.

Aunque de niña casi se me queda la vida por allá, este lugar siempre nos da paz.

Por eso ¡Viva mi Macondo! ¡Viva mi familia mexicana! ¡Viva Don Jesús! ¡Viva la azulita, la Colorina y todas las que nos han llevado a nuestro lugar mágico! ¡Viva San Sebastián! y vivamos y disfrutemos porque la vida es bonita, y acuérdense que lo bonito dura poquito.



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