Hoy conocí las lágrimas más pesadas.
Sus dueñas, las madres de los desaparecidos.
Pesadas por el incalculable dolor que cargan desde que no ven más a sus hijos.
No lloraban mucho, eran pocas sus lágrimas, pero pesadas como el plomo.
Se tardaban en caer, quizá les quedan pocas de tanto que han llorado, pero cuando lo hacían a su paso rasgaban sus caras y alma.
Mientras otras madres conservan en sus mesas de centro ramos de flores vivos y frescos por ser 11 de mayo, ellas con la vida marchita piden a gritos que les acaban la voz,
encontrar a su hijos, aunque sea muertos, pero encontrarlos.
Al pasar con mi cámara, daban la cara y extendían las pancartas, esperando que la foto tomada tenga el destino de dar con el paradero de sus hijos.
Vi a una madre acariciando la foto de su hijo, no escuché que le contaba, pero pude leer en su mirada que le decía que nunca dejaría de buscarlo.
Me dieron ganas de ser creyente para rezar por ellas, de abrazarlas, de decirles que lo sentía y que comprendía su dolor, pero solo entre ellas pueden comprender y compartir su pena.
Juntas marchan, cantan, piden ayuda, piden justicia, todo sin miedo, pues como dicen ellas ya les han quitado la vida.
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